LAS COCINAS DE BUENOS AIRES A FINES DEL SIGLO XIX
Desde las grandes las mansiones hasta los miserables conventillos, todos tuvieron que lidiar con a limitación de las fuentes de calor y disponibilidad de agua.
En Buenos Aires, la electricidad sólo comenzó a tener distribución domiciliaria amplia a mediados de los años de 1920. El tendido de la red de gas comenzó recién una década más tarde. Agua? En 1887 sólo el 14 % de las viviendas contaba con agua potable de red. Carbón, leña, agua recogida de las lluvias o de aljibes era el uso común.
Con estas limitaciones, el trabajo de la cocina a fines del siglo XIX era muy lento y requería, si las comidas eran algo elaboradas, mucho personal. En las grandes mansiones de Buenos Aires, según testimonios, era frecuente ver un cocinero francés, dos peones en la cocina y dos afuera, a los que se sumaban mucamos y mucamas que se ocupaban del servicio. Pero la cocina de estos palacios, siempre de grandes dimensiones, se ubicaba siempre en los extremos de la propiedad ya que se quería evitar que el humo y los olores invadieran las otras dependencias. En las casas con menos pretensiones los espacios destinados a la cocina tampoco eran acogedores: ambientes oscuros, saturados de los gases de combustión, desprendían hacia el resto de la casa el humo y los olores de las comidas.
No era de extrañar que las jóvenes se resistiesen a practicar en estas cocinas. Fue solamente a partir de los años de 1920 cuando la electricidad (y las cocinas eléctricas) llegaron a los hogares que los ambientes adquieren una estética moderna: azulejos blancos, metales relucientes, pisos brillantes, armarios prolijamente ordenados, con su mesa y sillas también blancas. Las primeras escuelas de cocina, las revistas del hogar con amplia difusión de nuevos utensilios y equipamientos y los valores asociados al rol de la mujer como alma de la casa iniciaron en estos años el gran cambio en las prácticas culinarias.